jueves, 3 de diciembre de 2009

Beber solo

"Sólo una cosa hay más triste o lúgubre que el hombre que come solo; es el hombre que bebe solo। Un hombre que come solo asemeja a un animal en el establo, pero un hombre que bebe solo se asemeja a un suicida."

Esta frase, que nos da pie para una breve reflexión, pertenece a un escritor italiano (florentino) del siglo pasado, cuyo nombre es Emilio Cecchi (1884+1966). La frase la hemos leído en su libro que tiene un título simpático: La hostería del mal tiempo.


Si beber es una veces símbolo de fiesta, de encuentro, de armonía, otras veces, es la expresión de una infinita soledad y de un abismo de tristeza। Sobre este último punto reflexiono ahora, modestamente.

Es siempre más frecuente ver en las grandes ciudades hombres y mujeres comer solos en restaurantes, bares, pizzerias... con un diario al costado u ojeando alguna revista, sin sentir ni los sabores ni los olores de la comida. Están abismados en sus problemas o dramas. En estos casos, como decía un magistrado francés Anthelme Brillat-Savarin, hombre que era también un excelente conocedor de la gastronomía, los hombres se parecen más al animal que a la persona. Mientras el animal se nutre, el hombre come y el sabio almuerza.

Si se come solo, generalmente no se hace más que "tragar", o "ponerse algo en el estómago", no se vive el rito que está ligado al verdadero almuerzo: palabras, diálogos, la espera, intercambio de miradas, sonrisas....

Pero hay algo peor que el nutrirse solitario. Es el beber solo. Quien se emborracha en el ángulo de un bar, de un restaurante, o dónde sea, muestra o tansparenta algo tétrico. Poco a poco el alcohol va ganando más espacios, aturde, obnubila la vista, empaña los sentidos, distorsiona las palabras, ridiculiza los movimientos. Todo hace pensar a un suicidio.

Si aquel que se emborracha en compañía hace el papel del ridículo y es el "hazme reír" de muchos, aquel que se emborracha solo, que se aturde en un beber solitario, revela la tragedia de una infelicidad que lo corroe dentro y que sin límites, se expande al exterior, como una mancha de aceite que nada detiene. Perdida la esperanza no queda otra cosa por hacer que aturdirse hasta perder los sentidos, olvidar que nada o nadie nos espera, que no hay ningún rostro significativo que se asome para nosotros en el horizonte y así, embriagados, caminar al suicidio.

No es otra la impresión que dan muchos jóvenes y adolescentes que generalmente en grupo, se alienan en un líquido que no tiene nada de amniótico, sino que es, más bien, un océano sin orillas en el cual, una vez sumergidos, es imposible subir a la superficie. Es un suicidio que nos dice a los adultos una verdad: hemos dejado solos a los más pequeños; es una verdad que nos recuerda nuestro solipsismo, nuestro atornillarnos en la cueva de nuestro yo sordo y ciego al drama de los otros. Es una verdad que nos está diciendo que quizás sin beber una gota, nos estamos suicidando junto a ellos, como ellos.

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